Químicamente, los radicales libres son fragmentos moleculares que carecen de un electrón, por lo cual son muy inestables y reactivos, y para estabilizarse buscan hacer par con otro electrón. Para conseguirlo, no dudan en arrebatárselo a la fuente más cercana a fin de obtener su estabilidad correspondiente.
Entonces, la molécula atacada, al haberse quedado sin electrón, se convierte en un radical libre, iniciándose así una reacción en cadena que puede dañar a muchas células, en el caso que los antioxidantes no intervengan para neutralizar el daño producido.
De todas formas, los radicales libres no siempre causan efectos negativos. Nuestro organismo los produce de manera continua para llevar a cabo reacciones químicas tan esenciales como la transformación de oxígeno en energía, la lucha contra bacterias y virus, etc. y éstos son neutralizados fácilmente por nuestro cuerpo.
Así, cumplen un papel importante en el buen funcionamiento del organismo. El problema surge cuando se producen radicales libres en exceso y de manera descontrolada.
Aparte de generarse radicales libres en el interior del organismo, éstos también se producen mediante muchos mecanismos externos, como la contaminación ambiental o una alimentación inadecuada, de manera que cada célula soporta unos diez mil asaltos oxidantes cada día.
Afortunadamente, existen mecanismos de protección (antioxidantes) que poseen la propiedad de proporcionar a los radicales libres el electrón que éste necesita para convertirse en una molécula estable, transformándose en un radical libre no tóxico. Dentro de estos mecanismos de protección son muy importantes las vitaminas E y C.
Existen dos tipos de antioxidantes: los endógenos (sintetizados por nuestras células) y los exógenos (obtenidos a través de la alimentación).
Así, una alimentación rican en antioxidantes le facilita la tarea a nuestro organismo, evitando que se acelere el proceso de envejecimiento celular.
Sin embargo, en muchas ocasiones la producción de radicales libres es superior a la de sustancias antioxidantes, provocando una inestabilidad que puede acelerar el proceso de envejecimiento.
Este desequilibrio puede darse por la producción excesiva de agentes oxidantes reactivos, por limitadas defensas antioxidantes resultantes de una dieta deficitaria en nutrientes antioxidantes o debido a disfunciones crónicas como los sindromes de mala absorción.
Los agentes oxidantes reactivos se incrementan considerablemente por el calor, el estrés, la falta de ejercicio o el entrenamiento extenuante, la contaminación medioambiental, el cigarrillo, procesos inflamatorios, las radiaciones (entre ellas la luz solar), los productos químicos industriales, la mala alimentación, algunos medicamentos que modifican la capacidad del cuerpo para metabolizar el oxígeno, entre otros.
Cuando la producción de radicales libres es superior a la de sustancias antioxidantes se producen fenómenos como el estrés oxidativo, un cambio en el equilibrio entre prooxidantes y antioxidantes. El daño provocado por este desequilibrio señala al corazón y a los pulmones como los órganos más afectados, desde luego, no son los únicos.
Actualmente existe cierta evidencia que algunas enfermedades tan comunes como el cáncer, la arteroesclerosis, las cataratas y ciertos procesos fisiológicos como el envejecimiento, están en mayor o menor grado ligados al fenómeno de la oxidación celular mediada por radicales libres.
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